Corre el año 1952. La revolución que transformará radicalmente la animación japonesa en lo que conocemos hoy en día se está gestando a diez mil kilómetros de distancia, en Francia. El poeta francés Jacques Prévert ha escrito el guion de la influyente película animada surrealista La Bergère et le Ramoneur (La pastorcilla y el deshollinador), dirigida por Paul Grimault, a la postre una de las figuras más importantes en la historia de la animación europea. Unos pocos años más tarde, al otro lado del mundo, un joven estudiante universitario de literatura francesa no puede creer lo que ven sus ojos y se queda boquiabierto ante las posibilidades del medio animado. Al acabar la carrera, este joven, aún sin saber dibujar, decide romperse los cuernos en dedicarse profesionalmente a la animación. Ese joven se llamaba Isao Takahata (1935-2018), y a lo largo de las siguientes décadas, se dedicará a poner patas arriba y caiga quien caiga, el mundo de la animación.
Una y otra vez.
La fama a nivel mundial le llegó de la mano de la estremecedora La tumba de las luciérnagas (Hotaru no haka, 1988) y más recientemente, la sublime y extraordinaria El cuento de la princesa Kaguya (Kaguya hime no monogatari, 2013). Fueron respectivamente su primera y última película con Ghibli, el estudio del que fue cofundador junto al director Hayao Miyazaki y el productor Toshio Suzuki. Para buena parte de la audiencia generalista, Miyazaki sigue siendo sinónimo del legendario estudio, amén de su inolvidable filmografía y éxito comercial a nivel mundial. Pero nada de esto habría sido posible sin el genio artístico de Isao Takahata.
El legado de Takahata en la animación actual
Los personajes moralmente ambiguos y las narrativas adultas que huyen del maniqueísmo son algunas de las características que distinguen el anime de su contraparte occidental, aún anclada en la mayoría de casos en la alergia a la escala de grises y limitada a un público infantil. El paradigma nipón habría seguido un camino similar si en 1968 un joven y rebelde Takahata no hubiera llegado para desbaratar los esquemas con su debut como director en Toei Animation para Las aventuras de Horus, príncipe del sol. Un relato fresco y atrevido, inspirado en un cuento popular Ainu, sobre la lucha de un héroe contra un demonio que amenaza con la destrucción de su aldea.
Tras esta premisa aparentemente simple, se encontraba una (anti)heroína compleja y un fuerte mensaje social en consonancia con la turbulencia política de la época, además de una audaz cinematografía en diversas secuencias de acción. Atrevimiento que Toei, solo interesada en productos infantiles por aquel entonces, castigó con una retirada prematura de la película a menos de dos semanas tras su estreno. El consiguiente fracaso comercial únicamente se vio compensado por el éxito de crítica y posterior consenso sobre el carácter seminal que esta película tendría sobre generaciones posteriores de animadores.
Si llamamos a Osamu Tezuka (1928-1989) el padre de la animación japonesa, podríamos denominar a Takahata el mentor que la empujó a la madurez y la elevó a categoría de arte. En La tumba de las luciérnagas, el cineasta en 1988 volvió a dar una vuelta de tuerca a las convenciones existentes, presentando, en palabras del destacado crítico de cine Roger Ebert, “una experiencia emocional tan poderosa que fuerza el replanteamiento de la animación”. Alrededor del mundo, el público quedó atónito ante la adaptación animada del relato semi-autobiográfico del escritor Akiyuki Nosaka (1930-2015), centrado en los horrores vividos por dos hermanos en Kobe durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Una clase de película que hasta entonces, muy pocos hubieran podido concebir dentro del ámbito de la animación por su profundidad psicológica y complejidad estética.
Muchos me han preguntado por qué empecé este proyecto. Razonaban que “nadie vería esta película” y yo entendía a lo que se referían. Sin embargo, sentí que era significativo. Yo creía que este tipo de proyecto tenía lugar en el género animado. Y hubo gente que realmente pensó en ello. Siento que amplié los horizontes de las películas animadas y en este sentido, es uno de los trabajos más importantes que he hecho.
Isao Takahata en «Grave of the Fireflies». Werenko, Tim, director. 2002, Central Park Media Corporation.
No conforme con ello, tres años más tarde, Takahata volvió a hacer historia con Recuerdos del ayer (Omoide poro poro, 1991). Un drama sereno e intimista sobre las tribulaciones de una joven oficinista de Tokio que sueña con cambiar el rumbo de su vida y dejar la ciudad por la vida rural en la prefectura de Yamagata. Proyecto que cayó en sus manos después de que Miyazaki no supiera qué hacer con él. Basado en el manga homónimo de Hotaru Okamoto y Yuko Tone, el material original consistía en una serie de viñetas que mostraban fragmentos a pinceladas de la vida de la protagonista en los años 60.
Un material dislocado y difícil de hilvanar, al que Takahata enriqueció inventando la figura de esa misma protagonista como adulta y situando los retazos narrativos como melancólicas remembranzas de un pasado agridulce. El material resultante fue un éxito arrollador de taquilla que demostró una vez más la capacidad del medio animado para representar un drama adulto y profundamente introspectivo, que solo puede entenderse desde la experiencia de la madurez.
El mimo a los personajes femeninos díscolos y fuertes, posterior marca de la casa en Ghibli, ya era una constante en su obra como director desde antes de la fundación de dicho estudio. La inolvidable serie Heidi, la joven de los Alpes (1974), inspirada en la novela de Johanna Spyri, nos presentaba a una protagonista dulce pero decidida a no amedrentarse ante las dificultades de adaptarse a un entorno rígido tras ser arrancada de su bucólica aldea en las montañas. Ana de las tejas verdes (1979), fiel adaptación de la novela de Lucy M. Montgomery, sigue las aventuras y desventuras de una joven huérfana adoptada por error que logra conquistar a todos a su alrededor sin renunciar a su propia naturaleza. Chie la gamberra (1981), versión animada del manga de Etsumi Haruki, nos muestra una divertida y astuta heroína de la calle que protagoniza un homenaje desenfadado a los estratos sociales más desfavorecidos.
La influencia de las vanguardias y el cine europeo
En las tendencias innovadoras e iconoclastas de Takahata es imposible no advertir los trazos definitorios del Neorrealismo italiano o de la Nouvelle Vague francesa a través de sus temáticas realistas y con un fuerte componente de protesta social como hemos observado en todos los títulos ya mencionados. Su titulación en literatura francesa por la Universidad de Tokio, completamente ajeno a la disciplina de la animación, es uno de los motivos que él y su entorno solía citar a la hora de explicar su originalidad a la hora de enfrentar la metodología del proceso de animación. Nunca dibujó nada más allá de bocetos iniciales para los storyboards.
Pero fueron sus estudios los que le expusieron a las corrientes intelectuales y artísticas en la Francia y Europa de la época, valores intelectuales que seguirían dictando su salvaje impulso creativo y sus ideas políticas durante toda su carrera. Después de todo, la película que encendió la mecha contaba la historia de un levantamiento popular contra el autoritario régimen de un rey bizco y déspota.
La experimentación de Takahata con los límites expresivos del medio animado
Cada una de sus producciones fue una pequeña revolución en sí misma. La tumba de las luciérnagas no solo cimentó las posibilidades de una narrativa adulta, sino que también lo hizo con un refinamiento estético sin precedentes. El potencial del medio animado para fusionar lo real y lo metafórico, logra crear formas de expresión que trascienden las posibilidades de lo físico. La cuidadosa composición estética de aterradoras escenas como el bombardeo de la ciudad o los breves momentos idílicos entre los dos hermanos son la herramienta de la animación para representar la percepción subjetiva y emocional de la persona. La plasticidad de las expresiones o la manipulación espacio-temporal para enfatizar momentos clave son recursos que no funcionarían de la misma manera en escenarios reales con actores de carne y hueso.
Con Recuerdos del ayer, la capacidad de agitar emociones desde lo cotidiano también se manifiesta en la representación de lo real en comparación al recuerdo. Las escenas contemporáneas son vibrantes y exquisitamente detalladas, mientras que los flashbacks se representan en una paleta de colores desaturados y con fondos incompletos, representando así el contraste entre nuestra realidad actual y nuestros recuerdos, a menudo vagos y difusos. Tenemos así una ventana al mundo interior de la protagonista, que a sus 27 años medita en solitud sobre un vacío existencial que no sabe definir con palabras, mientras observamos los retazos de la niñez de un alma rebelde que se sabe distinta e incapaz de amoldarse a las expectativas de una sociedad encorsetada. Y lo que vemos nos sacude las entrañas: Takahata en toda su inclemencia nos obliga a ser testigos incómodos de cómo a la protagonista la han ido rompiendo poco a poco por dentro.
En cambio, Pompoko (Heisei Tanuki Gassen Ponpoko, 1994) recurre a lo fantástico y aparentemente inocente para transmitir un amargo alegato ambientalista. Una tribu de tanukis, las adorables y populares criaturas sobrenaturales del folklore japonés, lucha con uñas y dientes contra la irremediable destrucción de las montañas y bosques donde tienen su hogar. El registro humorístico y los trucos ilusionistas de los peludos protagonistas juegan al despiste para disfrazar de comedia ligera un relato trágico acerca de la vulnerabilidad, el dolor de la pérdida y la imposibilidad de evitar el cambio. Isao Takahata nos pilla desprevenidos y nos pone ante el espejo para mostrarnos a los humanos como los mayores antagonistas de la historia, artífices de una destrucción descontrolada bajo la excusa del progreso urbano.
El poder de lo extraordinario en lo mundano
En Mis vecinos los Yamada (1999) volvió a hacer saltar los esquemas por los aires, pero esta vez los de su propio estudio. Llevó a cabo una película de animación completamente digital donde hasta ese momento reinaba el paradigma de la animación a mano. Irónicamente, era la que hasta la fecha parecía la más artesanal, con trazos libres y un aspecto minimalista más propio de un esbozo.
Con un estilo narrativo reminiscente a su anterior película, aquí nos abre una ventana a las tribulaciones diarias de una típica familia japonesa, a través de una serie de viñetas en las que se habla de los altibajos del matrimonio, vicisitudes escolares y los desafíos que conlleva pasar de la niñez a la juventud y la madurez. Un retrato tierno, serio y desenfadado a partes iguales del que se pueden derivar profundas reflexiones sobre la vida diaria. Las metáforas, los chistes visuales y una estética rompedora no le salvaron del fracaso comercial, a pesar de absoluto éxito de la crítica. Pero fue la necesaria antesala de lo que sería su obra cumbre.
Con El cuento de la princesa Kaguya, Isao Takahata catapultó al Olimpo el nivel artístico del lenguaje animado. Las técnicas empleadas en su anterior obra le sirvieron para sintetizar sus diversos referentes estéticos con estilos inspirados en antiguos pergaminos o ilustraciones. Los fondos minimalistas con delicados trazos en tonos acuarela, líneas irregulares más propias de un esbozo que de una ilustración acabada, son elementos que estimulan a la audiencia que huyen de lo uniforme y enriquecen su propia experiencia por medio de la imaginación. La historia es la adaptación de El cuento del cortador de bambú (Taketori Monogatari), una leyenda popular japonesa de finales del siglo IX o principios del siglo X sobre una pareja de ancianos bendecidos por una princesa celestial a la que crían como si fuera su propia hija.
La exaltación de la belleza en lo cotidiano se representa a través de la conmovedora historia de esa criatura sagrada que experimenta por primera vez en sus carnes por las alegrías y sinsabores de la vida mortal y terrenal. Y en cada escena acompañamos a la protagonista en su deleite por la majestuosidad del paisaje, la flora y la fauna y el cambio de las estaciones, que se representan de tal forma que prácticamente cada fotograma es digno de ser enmarcado y colgado. En paralelo, la crítica directa a las estructuras sociales tradicionales en la adaptación de Takahata se solapa con la exploración de un vasto mundo interior de emociones y de anhelos perdidos. La película le da matices ghiblinescos a la heroína: una joven que rechaza lo que se espera de ella, para quien los lujos palaciegos no son nada en comparación a la libertad y la felicidad sencilla de su vida familiar en su cabaña en las montañas entre bosques de bambú.
Pero Takahata no es Disney y el ansiado final feliz no es tal. Las ansias de huir Kaguya se dan de bruces contra la realidad de su jaula dorada y el fin de su calvario solo aparece cuando es forzada a abandonar su amada existencia terrenal para volver a la Luna con los suyos. Una escena final repleta de la pirotecnia visual de un desfile celestial, que, sin embargo, reboza de tristeza, arrepentimiento y resignación. Una obra monumental que a la postre sería la despedida del maestro antes de su fallecimiento en abril de 2018. La caótica producción de la misma quedó reflejada en el documental Isao Takahata y su historia de La princesa Kaguya, el cual es de visionado obligatorio para asomarse al complejo proceso creativo que hizo posible, en mi humilde opinión, la película animada más bella jamás producida.
En su conjunto, la filmografía de Isao Takahata constituye una experiencia transformadora. Una oscura y estremecedora introspección que contrasta y complementa el amable y espectacular escapismo de Hayao Miyazaki. Puede que ello explique en parte por qué para la audiencia general, el nombre del primero aún vive a la sombra del segundo. En cada una de sus obras Takahata nos empuja sin piedad a una montaña rusa de emociones que encarna, con la más absoluta audacia y hasta sus últimas consecuencias, los principios fundacionales de Studio Ghibli de priorizar el arte por encima de los valores comerciales.