Apenas un montón de piedras nos recuerdan la ubicación del que fuera un orgulloso castillo en la época samurái. Un periodo en el que Murakami floreció como ciudad señorial y que ha dejado un patrimonio arquitectónico y artístico de primer orden. Alejado de las rutas turísticas mayores, el viajero internacional tiene aún pendiente descubrir la riqueza que atesora Murakami. El festival anual de biombos, que ocupa un mes entero del otoño, es la excusa perfecta para viajar a Niigata y conocer este rincón de la provincia.
Vestigios de la vida samurái
En la zona más cercana al alto en que se ubicó el castillo se situaron, antaño, las viviendas de la élite social. El parque conmemorativo Kinen-koen conserva algunas de ellas y las mantiene abiertas al público. Aunque sea en periodo del festival de biombos, tanto como estos singulares muebles únicos en su japonesidad, nos llaman la atención las vistosas armaduras expuestas.
Un jardinero municipal se prestará voluntario a guiarnos por el recinto. De su apasionado relato aprendemos parte de la historia local. También descubriremos que una de estas casas, habitada hasta hace escasas décadas, fue donde nació y creció la abuela de la princesa Masako, esposa del actual heredero al trono del país.
Apurado por el tiempo, me despido de mi improvisado guía. Esta gente de ciudad, debe pensar el buen hombre, siempre pendiente del reloj. Y decide seguir a mi servicio. Nuevo esquinazo al protocolo para hacerme subir al vehículo municipal. Mi trayecto se acorta en minutos y pasos. Agradecido, me despido de mi amable chófer.
Muros negros, interiores brillantes
De lo que queda de la antigua zona urbana del Murakami antiguo, la zona más alejada al castillo, es el área que ocupaban los chonin. Con los campesinos fuera del recinto urbano, los chonin eran los ciudadanos comunes que vivían del servicio a los bushi, la casta samurái. La artesanía y el comercio eran su ocupación. Tanto tiempo después, la estructura urbana se mantiene, siendo aquí donde se concentra la actividad comercial.
En nuestra visita al restaurante Shintaku mencionábamos ya el magnífico entorno arquitectónico. La parte más alta, con diversos enclaves religiosos, está surcada de intrincadas callejuelas jalonadas de vallas negras de madera. Muchos de sus edificios se conservan desde la época Edo. No es el caso de Shintaku, cuya sede se reconstruyó en época más reciente, pero sí son de esa época muchos de los tesoros que alberga. Por supuesto, entre ellos hay diversos y lujosos biombos, ahora expuestos.
En otros tiempos, los grandes salones del restaurante delimitaban los espacios con enormes biombos para acomodar a sus grupos de clientes. Así como las estancias niponas tienen dimensiones estandarizadas en cantidad de piezas de tatami, igualmente los biombos tenían unos tamaños preestablecidos para adaptarse a tales dimensiones.
La arteria comercial
Los negros callejones se abren a una vía más amplia. Recorriendo la población de norte a sur, esta calle revela una función vertebradora. Esta calle de Omachi constituye el nervio comercial de Murakami. Al recorrerla, nos podemos volver a detener en Kikkawa para admirar su patrimonio.
Más adelante, otro viejo conocido nos espera. Se trata de Kosugi Shikki, donde, además de las tallas de madera lacada, podemos admirar un rico legado. Ellos fueron los proveedores de menaje para el señor del castillo. Junto a sus biombos, exponen algunas preciadas piezas de tan magnífica vajilla.
El decimocuarto heredero de la saga que lleva siglos al frente de Kosugi me ilustra al detalle sobre el proceso de fabricación y los motivos empleados. También se refiere a los biombos, para comentar su composición y diferentes usos. En ocasiones, se aprovechaban como soporte de un collage, para preservar de la destrucción pinturas y caligrafías de tamaños y formatos diversos.
Si los biombos de tamaño grande dividían las estancias, los hay de menor tamaño y composición sencilla, con solo dos paneles, usados para dormir sobre el tatami. Aparte de garantizar la intimidad del durmiente, su función era protegerle de indeseadas corrientes de aire. Otros, de un tamaño mediano, se colocaban ante las puertas de entrada. Se usaban como tarjeta de presentación, ofreciendo una visión agradable a la entrada de los visitantes. Pero también tenían una misión práctica; su presencia evitaba furtivas miradas desde el exterior.
Reemprendemos la ruta, pero empieza a apetecernos un refrigerio. La próxima parada es la tetería Fujimien. Miel sobre hojuelas.
La hora del té
En Fujimien podemos degustar tés diversos, pero todos de producción local. El producto más aclamado será el dulce y suave helado de té. Mientras lo degustamos, la mirada se extasía tanto como el paladar. Un vistazo al pasado en la tradicional sala de té, con su hogar para la lumbre, la tetera metálica suspendida sobre él y, por supuesto, con sus biombos. Un vistazo también al sosiego más propiamente nipón. La estancia se abre a un pequeño pero estupendo jardín. El relajante y magnético color verde.
Tan satisfechos quedamos que no nos resignamos a visitar otra tetería en nuestro camino de regreso a la estación. Atravesamos por la calle Ogunimachi, segunda arteria comercial, esta vez de este a oeste, para visitar Kokonoe-en. El modesto aspecto exterior no me hacía sospechar que me encontraba ante un auténtico joyero.
De nuevo, la dueña de la casa y regente del negocio acoge al visitante con ceremonia. Con orgullo y didactismo a partes iguales, explica al detalle la trayectoria del establecimiento que, por la falta de posada, hacía las veces de hostal cuando algún distinguido visitante se acercaba al antiguo Murakami. Y, desde luego, debían ser distinguidos, o al menos lo eran las atenciones que se les reservaban. Magnífica, impresionante, la colección que aquí se atesora. Vajilla y muebles elaborados con la técnica del tuishu, jarrones de cerámica, artículos para caligrafía…
Y, por supuesto, biombos. Muchos. Variados. Extraordinarios. Un auténtico museo.
Unos de los visitantes a los que aquí se agasajó resultó ser un afamado pintor llegado de otras tierras. Su agradecimiento por la acogida se expresó en una soberbia serie de doce pinturas de tigres; animal conocido en Japón sólo por las crónicas extranjeras. El aspecto que adopta en estos paneles recuerda a un juguetón gato doméstico. Por tamaño y cantidad, estas láminas no podían tener otro destino que originar dos impresionantes biombos.
De vuelta al presente
Lo bueno se acaba rápido. Toca volver a la realidad. Antes de llegar a la estación, aún se me permite despedirme de la época Edo. Una última y breve parada en la licorería Kikkawa (homónima, pero no relacionada con la tienda de salmón que antes visitamos). Casi 200 años en activo y algún cambio de mercancía (antes se vendía arroz) contemplan este establecimiento. En su trastienda impresiona el tamaño del altar doméstico. Numerosas generaciones de esta familia de comerciantes contemplan desde él los biombos que usaron en vida.
Patrocinado por la ciudad de Murakami